1
Ya no podía llover más. Hasta los cristales del ventanal parecían fundirse con la cortina de agua. No se distinguía apenas ni la preciosa acacia que crecía frente a su habitación y que en días de sol inundaba la estancia de una cálida luz amarilla.
Pero el olor a café recién hecho y Etta James de fondo siempre reconfortan.
Era uno de esos días en los que se piensan demasiado las cosas. Esas mismas cosas de siempre, pero que tienen más o menos importancia dependiendo del momento en que te vienen a la mente.
Marta es una mujer de costumbres, y a pesar de ser su día de descanso, ya tiene preparada con primor sobre una silla de su dormitorio la ropa que va a ponerse mañana. La ropa que sólo le sirve para ir de su casa al trabajo, donde se planta el uniforme y se recoge el pelo.
Unos vaqueros cómodos, amoldados a su cuerpo y a su manera de caminar, y una sudadera con el escudo de la Universidad son más que perfectos para sobrellevar dos trasbordos de autobús y media hora en un tren de cercanías. Tiene por delante ocho horas, que nunca son ocho, en la cafetería donde trabaja.
Ya con su uniforme impecable y su sonrisa a medias entre lo amable y lo indiferente, va surgiendo su rutina de costumbres. Se las sabe todas: la del joven trajeado que toma un zumo de naranja natural, sin azúcar; el tipo de la camiseta raída que empieza el día con una copa de anís; o la bohemia con pinta de escritora que se sienta siempre al fondo, saca su pequeño cuaderno de una mochila de piel y anota cosas sin parar entre sorbo y sorbo de un aromático té con limón.
“Nunca llegarás a ser nada de lo que tu padre y yo soñamos para tí” decía su madre. Pero para ella, estar ahí en esos momentos y ser testigo de la vida pasando por delante con cada café, con cada “buenos días”, era, por el momento, suficiente. Al fin y al cabo significaba ser lo primero del día para muchas personas.
Por otra parte, su madre no soñaba nada especial para Marta, solo trataba de convertirla en lo que ella no pudo ser. Y Marta ya era guapa e inteligente. De una belleza natural casi infantil y con la inteligencia justa que te permite ser feliz con lo que tienes. Pero para su madre no era suficiente. Nunca nada era suficiente. Quería una señorita de la alta sociedad, pese a que ellos solo eran de clase media alta, acomodados.
Quería una aburrida falsa niña rica presumida y de la que poder presumir.
Su padre en cambio parecía algo más condescendiente con ella, pero esa permisividad en realidad sólo era una gran capa de indiferencia con la que se cubría para no tener que opinar sobre cada una de las excentricidades de su esposa.
Caritina siempre decía “tu padre y yo pensamos…”, “tu padre y yo queremos…” Y era el binomio perfecto: la tirana y el pusilánime. Así todo era mucho más fácil.
Caritina era como ella se hacía llamar, que es un nombre muy de los ambientes en los que solía moverse. Ojalá lo hubiera podido elegir ella, y no sus padres, que cristianamente la bautizaron como María de la Caridad. Ironías de la vida.
Su caridad a lo más que llegaba era a dejar que la chica del servicio se llevara a casa los restos del cóctel ofrecido la noche anterior o a “regalarle” salir media hora antes el día de su cumpleaños.
Marta había crecido en aquella casa rodeada de muebles inútiles que nunca podían sustituir a unos padres ausentes casi de manera permanente. Si no era la inauguración de una galería de arte en Milán, era un crucero por las islas griegas o una escapadita a algún casino de Mónaco. Así tuvo la oportunidad de moldearse a sí misma, de crecer sabiendo lo que no quería y de aprender de la soledad, que nos enseña mucho más de lo que parece.
De aquella casa ya solo echa de menos el jardín, el aroma de la lavanda recién cortada y los desayunos que con tanto amor le preparaba Leonor.
A Leonor la conoce desde siempre. Lleva cocinando para la familia desde que sus padres se casaron; porque su madre, hija de una maestra y un carpintero, tenía claro que la cocina no es cosa de señoras. Las manos de una señora deben ser 20 años más jóvenes que ella.
Quizás de ese cariño que Leonor ponía a las comidas, Marta aprendió que se puede ofrecer mucho mas de lo que se ve en el plato. Marta sí que sabe apreciar los pequeños momentos de felicidad que nos brinda la vida, a veces en forma de pan con chocolate.
Caritina siempre tuvo la mente llena de pájaros, era una soñadora en falso a la que sólo le importaba aparentar. Y en eso se le fue la juventud. Para ella es un sacrificio recompensado. Lo que empezó siendo una aspiración frustrada por ser actriz, unido a un hombre con dinero que se cree capaz de comprarlo todo, ha terminado siendo un matrimonio inerte sumido en la rutina. Acostumbrados como están el uno al otro, apenas se ven. Tampoco se miran, pero si se miraran, no se verían.
Marta tiene un hermano. Jaime. Tiene 26 años, es alto y atractivo, se mueve entre gentes de alcurnia. Suele acompañarse de bellezas que solo sirven para eso, para ser bellas. Lo suficiente. Es abogado. Y es perfecto para mamá.
El señorito Jaime cree que el mundo está a su servicio, pero lo cree porque su madre siempre lo ha querido así.
No sabe calentar un vaso de leche cuando llega de madrugada de alguna de sus correrías, pero ahí está mamá, que gustosamente despierta a Leonor para que baje a la cocina. Está todo pensado.
Jaime quiere mucho a su hermana. No entiende que le guste servir cafés a un trasiego imparable de gentes de todo tipo, pero la trata con cariño. A veces la mira como a una niña que se sienta en el suelo a acariciar su muñeca y le dice “Marta, tienes que divertirte más, hermanita”. Ella le acaricia la cara y sigue camino de la cocina.
Cuando Marta va por casa suele ser una visita corta, que aprovecha para empaparse de los aromas del jardín y llevarse un bizcocho recién hecho, por Leonor.
2
Seguía lloviendo. Pero sin entorpecer, que es como a Marta le gusta que llueva cuando no tiene nada que hacer. Cuando puede pasarse la mañana mirando el paisaje difuminado por el agua.
Apenas tiene amigos. Pero si se sienta en el sofá a ver una película mientras come palomitas, no le falta quien se tumbe junto a ella y la roce pidiendo una caricia. Es arisco con todo el mundo, pero es capaz de ver la misma película una y otra vez solo porque es la preferida de Marta. Vive con ella desde hace años y se llama Jazz. Ese gato sí que la entiende.
De repente el teléfono la distrae y le hace perder la cuenta de las gotas que han resbalado en el último minuto sobre el cristal de la ventana. Es Bea.
– Marta, no te lo vas a creer!! ¿A que no sabes a quién he conocido hoy?
Cómo lo va a saber, claro, si aún no se lo ha contado. Pero seguro que lo va a hacer. Paciencia. Con Bea siempre hay que tener paciencia. Trabaja en unos grandes almacenes, como encargada de una boutique de ropa de caballero.
– ¡Hoy ha venido Alan Risk!
– ¡No me digas! Que suerte la tuya, conoces a cada quien… ¿y quién es, por cierto?
– Sí, mujer, el actor. El que hizo “Cita para tres” y la serie esa en la que un veterinario…
– Sí, sí. Ya me acuerdo (ni idea, pero es la única manera de ahorrarse explicaciones inútiles).
Con Bea todo es un mundo. Si tienes un día aburrido sabe sacarte rápidamente del hastío con cualquiera de sus anécdotas. Miles de anécdotas, de hecho. De todo tipo, de cualquier tema. Es un don de esos capaz de ser virtud y defecto a la vez.
– Pues eso, que estaba desayunando por aquí cerca y al parecer…
Marta desconecta su atención, y permanece al teléfono mientras acaricia a Jazz. Es una táctica habitual cuando Bea dispara sin compasión largándote una de sus historias.
– … y al final se ha llevado la corbata azul cobalto. ¿No es genial?
– Claro mujer. Oye, ¿cómo vais con la búsqueda de piso?
– Ay, nena, te dejo que entra gente. Súper beso. Te llamo… pii-pii-pii…
Así es Bea.
Marta cocina poco, porque come poco. Casi siempre fruta. Pero hoy está preparando pasta. Es de las pocas recetas algo más elaboradas que le merece la pena, porque se pasa el día detrás de una barra y ha aprendido a ser práctica. Su tiempo en casa vale más que muchas recetas, por suculentas que puedan llegar a ser.
Con su viejo pero comodísimo chándal y la suave melena cobriza recogida sin mucho esmero, se sienta delante de la tele. Un plato de pasta con verduras y un poco de vino. Pone las noticias y come tranquila. Para cuando llega la sección de sociedad ya ha terminado de comer, por suerte.
Jazz la persigue porque sabe que ahora es su turno. Y, como cada día, le pone la comida y le rellena el cajón de arena. Al fin y al cabo, ella también va a tumbarse en el sofá, con uno de sus cojines favoritos entre las rodillas (que se lo han recomendado en clase de Pilates). Así que los dos contentos. A pesar de que tiene intención de ver una película de esas de sobremesa, superficial pero entretenida, se queda dormida con Jazz acurrucado en sus pies. Es un gato listo.
Marta vive en un bloque de apartamentos que a su madre le parece “poco adecuado”, en su siempre refinado lenguaje. Pero a ella le gusta la sencillez de sus gentes.
Todas las ventanas dan a un patio donde siempre hay ropa tendida, inundando por los los rayos del sol. Allí se mezclan las risas de los gemelos que juegan a lanzar piezas de un mecano por la ventana de su cocina, con el malhumor del marido de la carnicera, al que poco le importa que su mujer se deje la vida deshuesando pollos mientras él gasta en vino barato la poca ganancia de tanto trabajo.
Asomarse es compartir, como el mejor de los gourmets, los aromas de los buenos fogones. De los guisos a la antigua, de los caldos a fuego lento y de la repostería casera enfriándose en la ventana.
A veces también se puede disfrutar del paso de las nubes mientras Eric, que toca el saxo, ensaya alguna canción para actualizar el repertorio. Es un melancólico empedernido que dejó su sueño por el camino y hoy toca en un garito con muy mala acústica y peor wisky.
Marta y Eric están en el mismo punto del camino, pero con trayectorias inversas: ella es una chica con posibilidades pero sin intenciones, se conforma con lo que consigue por sí misma. Eric siempre soñó ver su nombre en los créditos de alguna gran banda sonora, pero su origen humilde y la vorágine de los días han hecho que su sueño quede en una mera ilusión, en un “algún día”. Y, como Marta, se conforma con lo que ha conseguido por sí mismo. Por eso ella lo entiende tan bien.
De hecho Jazz se llama así por lo reconfortante del sonido del saxo. Adormecedor, cadente, cálido. Así se le ocurrió el día en que Jazz se coló por una ventana y se acurrucó a sus pies mientras la música de Eric llegaba desde el patio.